jueves, 22 de noviembre de 2012

Fiebre monumental

El Diario, 22 de noviembre de 2012 Luis Javier Valero Flores Sin duda que en las últimas décadas, en el país han crecido sostenidamente las tendencias de los gobernantes al autoelogio. En la misma medida han disminuido ostensiblemente las capacidades de autocontención de nuestros políticos, particularmente los que ejercen los cargos ejecutivos. Se da el caso de que hasta gobernantes aparentemente equilibrados, o poco dados, por lo menos en las expresiones públicas, a ser motivo de elogios desmedidos por parte de quienes los acompañan en la función pública, o de quienes, haciendo uso de los recursos públicos, pretenden inmortalizar al gobernante en turno, de cualquier ámbito de gobierno, o del origen partidario. En uno de los episodios del pasado reciente, ahí se encuentra el estadio universitario de la capital chihuahuense, que recibió el nombre del gobernador en funciones en su momento –José Reyes Baeza– en un acuerdo ¡por unanimidad! del Consejo Universitario de la UACh. Días después, casi al término de su gestión, un centro de desarrollo social ubicado en Juárez recibió el nombre de la esposa de Reyes Baeza. Por supuesto que a la inauguración, y recepción del elogio, acudieron ambos. ¿Quién puede negar que homenajes de tales características pueden tener causas más terrenales, con fines temporales claramente explicables y generalmente realizados por quienes buscan ser beneficiarios de algunas de las acciones de quien pretenden ungir como prócer de la entidad, municipio o país? Tampoco se puede negar que, quizá, las motivaciones sean sinceras y de buena fe. Precisamente para evitar que el ejercicio del poder, y la cercanía temporal, sean las que den origen a los homenajes es que, por ejemplo, en las rotondas de los hombres ilustres se exige un determinado lapso, después del fallecimiento, para buscar que alguno de nuestros próceres sea ubicado ahí. Igual hacía el Vaticano con sus papas. Al que se pretendía canonizar debería transcurrir un cierto tiempo después de su muerte para iniciar el proceso. Tal norma fue cambiada para canonizar a Juan Pablo II. Para los otros homenajes a los gobernantes, sólo queda la autocontención y la plena asunción, del resto de las capas gobernantes, de que las tareas realizadas, bajo un mandato popular, son solamente parte de las responsabilidades que voluntariamente asumió al buscar, y ganar, la votación ciudadana, que los homenajes a su buena labor deberían esperar el paso del tiempo y, sobre todo, ¡El término de la gestión! Tan larga parrafada no tiene como objeto acreditar o desacreditar la labor de gobierno de César Duarte, al frente del gobierno de Chihuahua, o la de Héctor Murguía dirigiendo el cabildo juarense, sino enjuiciar la decisión del cabildo ¡por unanimidad también! para declarar al mandatario chihuahuense “Ciudadano Distinguido de Ciudad Juárez”, como parte de la celebración del inicio de la Revolución Mexicana en el antiguo Paso del Norte. Pueden ser numerosos los argumentos para que lo haya recibido, pero ¿por qué no esperaron hasta el término de su gestión, la de los integrantes del cabildo, una vez pasadas las elecciones del próximo año y definidos los nuevos gobernantes, sin que en su camino rumbo a ellos haya influido, por ejemplo, la participación en la determinación que hoy comentamos? Y si esa decisión tiene innumerables aristas criticables, la de la colocación de una estatua del actual alcalde juarense, Héctor Murguía, promovida por uno de sus funcionarios –Arcadio Serrano– por si fuera poco director de Obras Públicas, y además beneficiario de un comodato para el uso de los campos del parque El Chamizal, al Club de Veteranos de Futbol, presidido por aquel, es francamente deplorable. En ninguno de los homenajeados aparece la autocontención. Nadie duda de que entre una parte de la población ambos gozan de indudables simpatías, que son, hasta podríamos decir, extremadamente queridos y las pruebas de afecto que reciben y seguramente recibirán serán muchas, pero es ahí en donde deben aparecer las características de los hombres de Estado, los que sopesan todas y cada una de las manifestaciones populares, en uno y otro sentido, y actúan conforme a los dictados de esas figuras, más allá de las circunstancias particulares del momento.

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