domingo, 28 de agosto de 2011

Vértigo

El Diario, 28 de agosto de 2011
Luis Javier Valero Flores
Imposible desentenderse de la masacre del casino Royale de Monterrey, ni del desusado discurso de Felipe Calderón con ese motivo. Apenas nos aprestábamos a comentar acerca de la reunión de los alcaldes en la capital del estado, cuando ya otra tragedia, inconmensurable, nos obligó a ocupar una buena parte de las reflexiones, que al fin y al cabo, enorme tragedia la nuestra, son parte del mismo problema.

La degradación mostrada por los actores de la ola de violencia es de una increíble velocidad. Vertiginosa.

Apenas reflexionábamos el jueves pasado acerca del salvajismo mostrado por la delincuencia organizada, con motivo del atentado a las puertas de la escuela de Anapra en Juárez, del fusilamiento de dos mujeres en la capital del estado –y las pasmosas cifras de mujeres asesinadas en lo que va del año–, y de la balacera en las afueras del estadio del equipo Santos de Torreón, cuando ya otra tragedia, mayor a la inmediata anterior nos obligaba a dejar de lado asuntos tan importantes, como la postura de los alcaldes de todo el país, a través de sus tres principales organizaciones nacionales.

Ante hechos tan dramáticos como el del Casino Royale, la sociedad espera –esperaría– de los gobernantes actitudes propias de los hombres de Estado, de aquellos que se ponen por encima de los intereses personales, de grupo o de partido y que son capaces de concitar el consenso y la energía necesarias para afrontar los conflictos mayores, aquellos que ponen en riesgo, como el actual, la estabilidad social, fruto de una profundísima crisis de seguridad pública.

Hacer tal señalamiento fue generado por unos increíbles (por supuesto, para el escribiente) párrafos del discurso de Calderón del viernes por la mañana. Ese mensaje contiene, además, otros aspectos que importa detenerse en ellos.

En una parte del mensaje –deberá anotarse que era un discurso escrito previamente, nada se dejó a la improvisación– Calderón muestra su incapacidad para dejar de lado sus ambiciones electorales y su empedernido discurso de achacar a otros –¿Quiénes? – la principal de las responsabilidades. Luego, en un más que críptico mensaje, dejó entrever la posibilidad del establecimiento de acuerdos con la delincuencia organizada, algo que sin ambages se atrevió a proponer el ex presidente Vicente Fox.

Todo lo anterior cobijado por la aceptación, explícita, por primera ocasión, por parte de Calderón de la existencia de actos terroristas, en lo que viene a ser la confirmación de la tesis de la Secretaria de Estado de los EU, Hillary Clinton, acerca de la existencia de una narco-insurgencia en México y la consideración de que amplias zonas del país viven, ya, bajo la figura del Estado fallido, de ahí que el gobierno norteamericano –independientemente del partido al que pertenezca su presidente– haya decidido enviar como embajadores, desde hace ya varios años, a especialistas en estados fallidos y que, por lo menos los dos últimos, el anterior y el actual, hayan sido removidos de sus cargos en alguno de los países del candente medio oriente, como Pakistán y Afganistán, para traerlos a México.

En su discurso, Calderón hace una correcta división entre las responsabilidades de quienes cometieron el crimen, porque segaron vidas de una “manera absurda, injusta y violenta, por la ambición y la maldad de un puñado de criminales”, pero introduce, de manera francamente desquiciante –y desquiciada– una terrible acusación, encubierta bajo el manto del reclamo a quienes le impiden –a él y a sus subordinados, se entiende– efectuar su trabajo. Al momento de llamar a todos a trabajar unidos, dijo que era “momento que también asumamos sin regateos y sin mezquindades, sin dudas, la responsabilidad que nos corresponde para que los delincuentes dejen de lacerar al país”.

Las fuerzas del orden, señaladamente las Fuerzas Federales, están defendiendo a los ciudadanos de los criminales”. Hasta ahí todo apuntaba, otra vez, a las críticas de días atrás, pero a continuación, sin pausa entre las palabras citadas en último lugar, cambiando tono de voz, haciéndolo reclamador, espetó: “Déjennos hacer nuestro trabajo, dejen a un lado la mezquindad política y los intereses que buscan, precisamente, frenar la acción de las Fuerzas Federales simplemente por obtener, quizá, un lucro mediático o político”.

Al principio de la semana, sin mencionar la declaración de los alcaldes, emitida en Chihuahua el lunes anterior, criticó a las autoridades locales, municipales y estatales, por eludir, dijo, su trabajo.

Ni siquiera en un momento tan dramático, ilustrativo como pocos, de la gravísima crisis de la totalidad de las instituciones encargadas de aplicar y procurar justicia, pues en la puesta en marcha del Casino Royale están implicadas todas las autoridades, incluido el Poder Judicial Federal, Calderón fue capaz de dejar a un lado las querellas electorales.

Y es que este negocio ilustra la crisis de las instituciones. En el curso del año había sufrido dos ataques y ahora se rumora que, probablemente, el ataque obedezca a la negativa de sus dueños a pagar la cuota respectiva al crimen organizado.

Más aún, cuando el gobierno de Ernesto Zedillo y después el de Vicente Fox –por pura casualidad, los principales aconsejadores de ahora en materia de narcotráfico– decidieron impulsar la apertura de casinos, los opositores a esta medida argumentaron –argumentamos– que esa era una veta peligrosísima para la seguridad pública, pues impulsaría el lavado de dinero procedente del narcotráfico. Quizá esto se encuentre en el fondo del ataque.

No es todo, oootra vez por pura casualidad, los supuestos propietarios de este negocio son dos de los juniors del jet set político de cuando el PRI era el partido “casi único”, es decir, sus papis formaban parte de la “nomenklatura”, como la denominó Carlos Salinas de Gortari, a la cual no solo sirvió, dirigió y enriqueció, sino que formaba parte de ella destacadamente.

Es de tal modo desafortunado el ataque de Calderón –en el curso de los últimos días, en otro rubro, el de las finanzas, el principal candidato calderonista a la candidatura presidencial, Ernesto Cordero, ha lanzado, no solo ataques mediáticos, sino que ahora ha presentado denuncia penal por el asunto de la deuda del gobierno de Coahuila– que motivó una desusada crítica del gobernador de Chihuahua, César Duarte, siempre tan cuidadoso de no polemizar con los gobernantes federales, en la que lo llamó a “definir si con su estrategia verá por su propio futuro, por el futuro de su partido o por el de México: eso es lo que está en juego”.

El otro aspecto destacado de la postura de Felipe Calderón está encerrado en los párrafos dedicados a Estados Unidos, en los cuales establece que las exorbitantes ganancias obtenidas por los narcotraficantes les permiten contar con una impresionante capacidad de “fuego y destrucción”; que la mayor parte de esas ganancias proceden del mayor mercado de drogas, que es, a su vez, el principal vendedor de armas en el mundo, con las consecuencias que todos conocemos; por lo que, les dice, “… ese consumo de drogas debe reducirse drásticamente, y si eso no es posible, los Estados Unidos deben colaborar, también, cuando menos, para evitar que su trasiego, el de los dólares a México, genere esta violencia insufrible que no queremos los mexicanos” y los llama a buscar una solución para “arrebatarles” a los criminales las “rentas económicas” derivadas del “mercado negro de las drogas”, pero que, en caso contrario, si “están decididos y resignados a consumir drogas” busquen, así lo dijo, otras “alternativas de mercado que cancelen las estratosféricas ganancias de los criminales”.

¿Y cuáles son las alternativas para desaparecer esas fantásticas ganancias? No hay otra, la legalización del tráfico de drogas ¿O cuál otra?

Pero Calderón les ofreció otras opciones, al reclamar que ya nuestro país no puede ser la ruta del trasiego de las drogas y del dinero, los llamó, si no instrumentan las otras “alternativas de mercado”, a establecer “puntos de acceso claros, distintos a la frontera con México. Pero esa situación ya no puede seguir igual”.

Es decir, si los norteamericanos persisten en esa doble política de permitir, de tolerar el ingreso de ciertas cantidades de drogas, las necesarias para mantener el consumo de sus decenas de consumidores (¿Se imaginan qué pasaría, si por casualidad un día ya no llegara la cocaína a Estados Unidos?) deberán pactar con las bandas criminales las rutas permitidas, lo cual llevaría, también, al necesario acuerdo del gobierno mexicano con aquellas.

Todo, por no contar con una auténtica política de Estado y actuar con puras politiquerías. ¡Qué desgracia!

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