domingo, 14 de octubre de 2012

Seguridad y educación, avances

El Diario, 14 de octubre de 2012 Luis Javier Valero Flores Seguramente que concurrieron todos los factores, unos más que otros; será difícil saber si las estrategias oficiales incidieron en la disminución de la ola homicida –y de la oleada delictiva en lo general– generada por la guerra de los cárteles, pero seguramente sí está influyendo en la denominada del fuero común, la que aún se encuentra en niveles altos, pero que aparentemente va en una tendencia sostenida a la baja. Ni duda cabe que hay otros caminos y otras rutas; que repetir las fórmulas, planes y programas del pasado nos pueden llevar, nuevamente, a la misma situación, pero una cosa debemos decir, la ola homicida –y aparentemente la ola delictiva en lo general– se ha detenido. Lo dijimos muchos, muchas veces, la estrategia aplicada era absolutamente equivocada, no se trataba solamente de un crecimiento de la fuerza de los cárteles, ni de que creció exponencialmente el número de adictos y consumidores a las drogas, o que el narco había decidido convertirnos en “consumidores netos” y que la guerra desatada en el país –seguramente cerca de los 100 mil muertos al término del sexenio– obedecía a la disputa por los territorios en México, no tanto por el tráfico hacia Estados Unidos , sino al crecimiento del “mercado” local. Como lo sostiene Sandra Rodríguez en su excelente libro “La Fábrica del crimen”, el problema es que el germen de la violencia y la crueldad había crecido soterradamente ante nuestros ojos, fruto de un régimen económico incapaz de abarcar al desarrollo social. Casi todos festejaron –festejamos– la llegada masiva de las “maquilas” y sus salarios de hambre, paliados gracias a la hiperexplotación mediante las horas extras que “generosamente” otorgaban las empresas. Juárez, sobre todo, y después, en menor escala, Chihuahua y algunos puntos de la geografía chihuahuense, resintió, primero, la abrupta llegada de ingentes recursos económicos y un progreso que luego supimos, efímero y volátil; la llegada masiva de compatriotas que huían, literalmente, de la crisis económica en el resto del país y, finalmente, los increíbles y rafagueantes cambios sociales. Todo lo anterior en medio de la corrupción, la impunidad y la adopción de la ilegalidad como forma natural de vivir. No todos, por supuesto, pero una importante parte de la sociedad vivió a la sombra de los “beneficios” generados por el tráfico de drogas, y no solamente los más depauperados de la sociedad, sino también “respetables” integrantes de ella, en los más elevados niveles socioeconómicos. En ese entorno la administración federal lanzó su propia guerra. Catapultó los niveles de violencia y de incidencia delictiva a pesar de la masiva movilización de las agrupaciones federales de seguridad pública y nacional. Juárez no solo fue la ciudad con las más altas tasas de ejecuciones, sino también la que contuvo el número más alto de efectivos federales movilizados para hacerle frente a la violencia. No sólo no influyeron en la disminución sino que se convirtieron en parte del problema. Cientos, miles de juarenses –sobre todo los del Valle de Juárez– protestaron contra los excesos de parte del personal militar y luego, toda la población, ante los cometidos por muchísimos elementos de la Policía Federal. Sufrimos la peor de las paradojas: en cuanto desapareció la presencia masiva de la PF disminuyeron drásticamente los índices delictivos. En tanto, la policía municipal juarense había sido cambiada íntegramente y en los últimos meses debió soportar un terrible acoso, con la pérdida de muchos de sus integrantes. Si durante años hemos sostenido una visión crítica sobre la actuación gubernamental, hoy debemos aceptar un hecho incontrovertible: la ola delictiva va a la baja, en niveles que deben festinarse, pero sin los excesos a que de repente son tan afectos nuestros gobernantes. Tal tendencia se aprecia en las calles de Juárez y Chihuahua, y resalta sobre en el antiguo Paso del Norte, en el que la población lo reconoce y al mismo tiempo se duele por los excesos de la policía municipal, reconocidos hasta en las conversaciones privadas por funcionarios municipales y estatales y que podrían convertirse en el aspecto crítico de la administración dirigida por Héctor Murguía. La misma tendencia parece asentarse en la capital del estado. Para ubicar bien el fenómeno, recordemos los sangrientos meses del 2010, particularmente los de la segunda mitad del año, en los que se llegó al exceso de que, por falta de recursos económicos, muchas unidades no patrullaban por no tener gasolina ¡Exactamente en la peor racha delictiva sufrida por Chihuahua en los últimos 70-80 años! Realizar tal balance a propósito de la presentación de los segundos informes de ambas administraciones municipales, sin duda las más importantes, implica llamar la atención a que, si bien debemos festejarlo, lo más importante será no repetir las conductas que permitieron la instalación de un práctico estado de sitio durante largos meses de estos años. Sólo un ejemplo: hasta antes de esta oleada delictiva, lo común era que en los estacionamientos de los vehículos privados de los elementos policiacos, éstos fueran de los modelos más caros del mercado. Y eso se veía como “normal”. ¿De dónde obtenían los recursos necesarios para adquirirlos? ¿Quién se preguntaba, dentro del gobierno y los agrupamientos policiacos tal cosa? Durante los últimos años acudimos a una –aparentemente– interminable discusión entre los representantes de los distintos niveles de gobierno acerca de las pruebas de confianza aplicadas a los elementos policiacos. Está bien que debe respetarse una regulación federal en tal sentido, pero ¿qué impide a los gobiernos locales aplicar las propias para asegurar la probidad de los policías? ¿En el mismo sentido, qué decir de los integrantes de la antigua Procuraduría General de Justicia, hoy Fiscalía General, y del Poder Judicial? Y si estos aspectos son dignos de elogiar, la decisión de impulsar y apoyar la cobertura total en la educación media y media superior, hasta alcanzar la cifra de 35 mil, algo inimaginable hasta hace poco, y que obligará a autoridades gubernamentales y escolares a modificar planes, programas y actitudes pues es una medida que no podrá tener regreso. Si las escuelas, institutos y facultades se abrieron para dar cabida a todos los que busquen un lugar en ellas, en mala hora se podrá decidir lo contrario y entonces la estructura presupuestal deberá cambiar pues al paso de los años los requerimientos de quienes fueron aceptados en los dos últimos ciclos escolares serán crecientes, y no solo en el terreno educativo, sino en la estructura económica de la entidad, de tal manera que a vuelta de 3-5 años tendremos una generación demandante de empleos, más allá de los niveles salariales y calidades que hoy ofrece la economía chihuahuense, y ese sí que es un reto gigantesco, no sólo por la magnitud, sino porque debiera obligar al cambio de política económica. Porque mal haríamos si sólo nos convirtiéramos en generadores de mano de obra altamente calificada, del más alto nivel académico y al mismo tiempo fuéramos, como sociedad, solamente testigos de la “migración ilustrada”. Semejante giro, junto con otros factores, puede convertirse en uno de los más importantes para revertir la tendencia delictiva, esa que creció al amparo de la guerra de los cárteles… y de Calderón, y que será más difícil revertir porque no obedece, fundamentalmente, a la oferta y demanda de drogas. En tanto, el caso de Marisela Escobedo sigue generando más dislates.

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