martes, 13 de septiembre de 2011

En la ruta equivocada

El Diario, 13 de septiembre de 2011
Luis Javier Valero Flores
Sensibles, extremadamente sensibles al giro conservador de la sociedad, la mayoría de los gobernantes han optado por ceder –y en muchos casos, ni siquiera eso, simplemente la adoptan como única vía– a la visión que solo ubica a la violencia del Estado como la solución a la grave crisis de inseguridad pública. Por supuesto que nadie en sus cabales podrá oponerse a que el Estado ejerza tal atributo contra quienes rompen la vida legal, pero lo que ahora sufrimos no se enfrentará, con éxito, solamente con tales funciones.

En esa visión conservadora son acompañados, quizá, por la mayoría de los ciudadanos y por una serie de protagonistas que, abrumadoramente desesperados por la seriedad del problema y la ineficacia de las instituciones oficiales, aplauden a rabiar tal tendencia que, además, tiene como eje central el endurecimiento de las penas, como si este factor fuese por sí solo un inhibidor de la incidencia criminal.

Por desgracia no es así, las tendencias criminales de la sociedad no se abaten por la severidad de las penas, menos aún si llegamos a la conclusión, obvia, que lo hoy padecido tiene origen en una gama infinita de vetas sociales, fruto no solamente de la impericia de los actuales gobernantes, y no sólo del ámbito federal, sino de la vigencia de un régimen social generador de las desigualdades sociales, de las corruptelas gubernamentales, del tráfico de drogas, del enorme consumo de ellas en Estados Unidos, de la impunidad avasallante, de la salvaje disputa por el poder y del extremado individualismo prevaleciente en la sociedad.

De ese modo, apostarle a uno solo de los factores de la compleja ecuación que abordamos hoy es un gravísimo error. Creer que los delincuentes andan preguntando acerca de la elevación de las penas por la comisión de tal o cual delito, o que al momento de efectuarlas pueden llegar a preocuparse, es un sofisma.

No, los delincuentes le apuestan, como casi todas las personas pero aquí con mayores porcentajes de no equivocarse, a que no les “toca”, es decir, que a ellos no los aprehenderán por una acción delictiva cometida. Eso creen en primera instancia, pero en segunda, porque, más conocedores del medio que la gran mayoría, saben que la corrupción policial y prejudicial –y en muchos casos, tal fenómeno abarca a un buen número de juzgadores– es gigantesca y que son muchas más las probabilidades de no ser perseguidos que lo contrario.

Ya no es experiencia ajena que elevar la severidad de las penas traiga consigo la disminución de las tasas delictivas, en Chihuahua ya podemos aportar nuestra propia visión y resultados sobre asunto tan infame. Hace años, a propósito del incremento de los asesinatos de mujeres –con características muy definidas, no solamente los derivados de la violencia intrafamiliar– y de la enorme presión ejercida por instancias internacionales, motivadas por las denuncias de familiares y agrupaciones derechohumanistas (contra las que se desencadenaron no pocas campañas mediáticas de descalificación), se aprobaron reformas legales que elevaron las penalidades a quienes los cometieran.

Hoy, los asesinatos de mujeres tienen un siniestro incremento, a propósito de las guerras de los cárteles de las drogas y, que se sepa, los autores de tales salvajismos no se preocupan de tales “minucias” del Código Penal de Chihuahua.

No, lo que vale, lo que sienta precedente, lo que ahuyenta a los maleantes, lo que hace desistirse de una conducta criminal es que la autoridad investigue, detenga y logre la sentencia condenatoria de los culpables de esos actos.

Y que, además, a quienes caigan en tales situaciones tengan una rendija, así sea mínima, de recuperar su libertad, de emprender otro camino, de enmendar, o por lo menos para que no dé por descontada la existencia y entonces convertirse en un elemento altamente desestabilizador de los penales, pues si ya no tienen esperanza alguna de salir libres ¿Para qué sirve, entonces, la vida? Y en esas condiciones son excelentes elementos para mantener a los reclusorios como los mejores lugares para continuar la carrera delictiva, y ya sin la preocupación de que la policía los detenga.

No, no es tan fácil aplaudir que manden a cadena perpetua a dos extorsionadores y creer que ese es el camino para una sociedad más segura. Puede ser que no estemos en la ruta adecuada, tan solo por complacer a la sociedad, harta de tanta corrupción e ineficiencia gubernamental, a la que se le intenta seducir para que vote por quienes aparezcan como los más “duros” para enfrentar al crimen

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