martes, 27 de julio de 2010

Agridulce

Editorial
Aserto No. 84, julio de 2010
Poco, muy poco espacio queda para las celebraciones en el Chihuahua de hoy. ASERTO llega, con la presente edición al séptimo aniversario; lo celebramos con un sabor más amargo que dulce. Por las páginas de la revista ha transcurrido, de manera espeluznante, la tragedia vivida por los chihuahuenses, y no solo, en ella viven, por desgracia, la mayor parte de los mexicanos, unos más que otros.
Incapaces de reaccionar como los hombres de Estado, tan necesarios en los momentos de las peores crisis de cualquier nación, los políticos han sometido al país a una vorágine de enfrentamientos y querellas interminables, justamente en la disputa de los gobiernos de catorce entidades (que involucra al 45% del electorado nacional) y la guerra sucia es hoy la forma predominante de la competencia política; no aparecen por ningún lado los actores políticos que llamen a la adopción de formas civilizadas en la disputa por el poder, al contrario, en medio del baño de sangre lo común es la descalificación, el denuesto, la calumnia transmitida por internet, la filtración a los medios de comunicación de grabaciones y documentos comprometedores.
En lucha tan salvaje llevan la delantera quienes le prometieron a la nación –mientras fueron oposición- el cambio democrático que generaciones enteras anhelaron y en la que miles de mexicanos entregaron sus esfuerzos y muchos, otros miles, su vida.
Y es guerra sucia, no porque se deplore que circule la información, sino porque, primero, en la mayor parte de los casos se trata de información de hechos ciertos, es decir, susceptibles de ser considerados como actos delictuosos, y, segundo, porque en lugar de que el denunciante siga la ruta legal, para la presentación de la demanda e investigar hasta demostrar que lo denunciado es cierto, e ilegal, los denunciantes optan por la vía de la denuncia anónima con el único propósito de denigrar al contrario, hacerlo que pierda votos por la vía de deteriorar su imagen y, de pasada, ganar algunos votos. Y no solamente se elaboran tan “sofisticadas” estrategias, sino que hasta contratan expertos en tales métodos de hacer campañas electorales.
Sólo que ahora (y al momento de leer el presente editorial ya tendremos en la mano los resultados) muy probablemente esa guerra sucia, en lugar de surtir los efectos señalados líneas arriba, logre lo contrario, es decir, que inhiba el voto pues la mayoría de la población se siente lejana, y no solo, rechaza la confrontación política debido al elevado rechazo alcanzado por los políticos y la ciudadanía (en un buen porcentaje) los considera a todos por igual –sólo luchan por el poder, dicho en mejores términos, sólo buscan el “hueso”- y esa forma de disputarse el poder finalmente logrará elevar el número de abstencionistas.
Tales resultados deberían preocupar a la clase política. Si las previsiones, en cuanto a la participación electoral, se cumplen de acuerdo con las tendencias mostradas desde hace 25 años, sólo participaría alrededor del 40% del padrón electoral y si la diferencia obtenida por alguno de los candidatos es de 4-5 puntos, resultaría que al ganador lo respaldaría poco más del 24% del electorado, lo que significaría, aproximadamente, entre el 16-18% de la población total.
Ese sería el respaldo popular del siguiente gobernante y esas, de ninguna manera, son buenas noticias, ni para el ganador.
Y si la lucha política es un asunto cada vez más lejano a la mayoría de la población, si ésta no advierte mejoría alguna en la alternancia partidaria, si lo mismo da votar por mengano que por perengano, entonces las consecuencias son lógicas, una cada vez menor participación electoral, porque, además, si la mayoría de la población no participa en los asuntos públicos y esa participación se reduce a la posibilidad de votar, entonces las tentaciones autoritarias, regresivas serán las predominantes, y estas serán las impulsadas, -se equivocan quienes piensen que la clase política será la hegemónica- por los poderes reales.
Que no suceda lo anterior es responsabilidad de todos, pero fundamentalmente de quienes administren la hacienda pública.

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